Las historias de Ángela Santos, estudiante de Psicología en Buenos Aires
Episodio 11
Eran las ocho y media de la mañana de un domingo de noviembre, el 17 de noviembre de 2019, para ser más precisos. Ángela estaba en su más profundo sueño cuando sonó su despertador.
—Dios mío, pensó alarmada. Pero si hoy es domingo, ¿o no? ¿Por qué suena este despertador, por favor?
Y un minuto más tarde recordó que ella se había comprometido con su amiga española, Ana Torres Iribarne, que estaba haciendo un intercambio universitario en la universidad de Ángela, a mostrarle la ciudad de Buenos Aires en su Citroen C3 rojo.
—¡Ay, dios mío, qué ganas de seguir durmiendo!, pensó Ángela mientras se levantaba lentamente, apoyaba primero un pie en el piso, después el otro, se desperezaba, bostezaba y se ponía en camino hacia el baño, para ducharse y prepararse para salir.
Habían quedado en encontrarse en el departamento de Ana, que vivía en Palermo, ahí desayunarían y después se pondrían en camino para recorrer la ciudad.
Ángela se puso un jean blanco, una blusa celeste y un cárdigan azul, sus zapatillas cómodas para caminar por la ciudad y salió rumbo a Palermo.
El cielo tenía un color azul intenso y Ángela se sentía muy feliz de vivir en esta preciosa ciudad. A ella no le gustaría vivir ni en Suecia, donde vivía su hermana Viviana, ni en Francia, en París, donde vivía su otra hermana, Daniela. Ella estaba muy feliz en Buenos Aires. Sobre todo porque estaba cerca de sus padres, que ya no eran tan jóvenes y muchas veces necesitaban su ayuda.
—Buenos días, querida, la saludó Ana ni bien abrió la puerta de su cómodo departamento de la calle Malabia. Estoy muy contenta de que tengas tiempo para mí, querida. Ana hablaba con un acento español que le encantaba a Ángela. Y a Ana le encantaba el acento típicamente argentino. Las dos mujeres se habían conocido en la facultad y se habían entendido desde el primer momento. Habían hecho unos cuantos trabajos juntas y Ángela estaba segura de que seguiría teniendo contacto con Ana también cuando ella volviera a su país natal, a España.
Las amigas desayunaron, conversaron un largo rato y después se pusieron en marcha para conocer un poco mejor la ciudad. A pesar de que Ana estaba en Buenos Aires desde hace tres meses, no había tenido mucho tiempo para pasear y conocer esta ciudad fascinante.
Recorrieron los parques de Palermo, pasearon por el jardín botánico, siguieron hasta el centro de la ciudad, caminaron por San Telmo, fueron a Puerto Madero y cruzaron el puente de la mujer, una obra espectacular del arquitecto español, Santiago Calatrava, siguieron a La Boca, donde tomaron un café en el bar La buena medida, uno de los bares notables de Buenos Aires, donde uno tenía la sensación de estar en el año 1930.
—Esta es una de las cosas que más me impresionan de esta ciudad, dijo Ana. Que uno tiene la sensación de estar en el pasado. Estos bares notables, por ejemplo, son muy impresionantes, porque están conservados como en aquellas épocas. A mí me encanta.
—A mí también, sonrió Ángela. Bueno, vamos volviendo, ¿te parece?
Eran las dos de la tarde y Ángela quería estudiar un poco, porque tenía un examen al día siguiente y quería repasar un poco los principales conceptos.
Y volvieron tranquilamente, conduciendo despacio por las amplias avenidas y calles de la ciudad, completamente bordeadas por esos hermosos árboles de color violeta, lila, los jacarandás, que eran árboles que tanto a Ana como a Ángela les parecían mágicos, brillantes, increíblemente bellos y majestuosos, con sus copas de color lila que alegraban las calles de la gran ciudad.
—Nos vemos mañana, en la facultad, muchas, muchísimas gracias por tu tiempo, tu compañía y tu guía por la ciudad, amiga. Las chicas se despidieron y se abrazaron y Ángela volvió a su casa para estudiar.
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