Podcast para practicar español: Las historias de Ángela Santos, episodio 10

Las historias de Ángela Santos, estudiante de Psicología en Buenos Aires

Episodio 10

Era octubre y en Buenos Aires se sentía la primavera en todas partes. Los bosques de Palermo estaban divinos, verdes, espléndidos, en un mes empezarían a florecer los jacarandás, esos árboles preciosos que hacían que toda la ciudad se tiñera de lila.

Ángela acababa de sentarse en su Citroen 3 de color rojo, se había puesto el cinturón de seguridad y pensaba volver a su casa sin encender la aplicación especial de “taxista” de su teléfono móvil, porque estaba muy cansada, quería ir rápidamente a su casa, había tenido un día duro en la universidad, con algunas presentaciones, trabajos en equipo, unas discusiones con algunos compañeros de facultad, así que en realidad no tenía muchas ganas de aceptar un viaje. Pero finalmente se lo pensó mejor, porque el dinero le venía muy bien.

Pocos minutos después le ofrecieron un viaje: Rachel Landon, que estaba a unos diez minutos de donde estaba Ángela en ese momento. Ángela se puso en marcha y, cuando estaba llegando a la dirección indicada, frenó su coche y vio a una mujer alta, delgada, de pelo castaño y ondulado. Llevaba una falda de cuero negra, una chaqueta roja y zapatos de taco rojos. Muy elegante. La mujer abrió la puerta del Citroen y le preguntó, con un acento inglés:

—¿Eres Ángela Santos?

—Sí, soy yo. Adelante, siéntate, por favor.

Rachel se sentó al lado de Ángela y puso su bolso de cuero negro en el piso, junto a sus pies. Cerró la puerta y Ángela puso el coche en marcha. Iban a San Telmo, según indicaba la aplicación.

—Vamos a San Telmo, dijo Rachel con su acento inglés. Voy a tomar una clase de tango, siguió la mujer.

—¿Ah, sí? ¡Qué fantástico! ¿Vas a una escuela de tango?, le preguntó Ángela.

—No, es una profesora particular. Yo bailo muchísimo en mi país, Estados Unidos, pero estoy absolutamente fascinada por el tango y siempre que puedo vengo a Buenos Aires para bailar. Tomo clases particulares con Rosa Torres, una mujer de unos 65 años, que es una maestra de tango espectacular.

—Me parece muy bien, le contestó Ángela, francamente interesada.

—¿Y tú bailas tango?, preguntó Rachel.

—No, no, contestó Ángela. Yo no lo bailo. Lamentablemente. Me gusta mucho ver las parejas que bailan tango. Me parece una baile muy sensual, muy elegante. Lo mejor es que lo puedes bailar hasta cualquier edad.

—Sí, es verdad. Yo, cuando estoy en Buenos Aires, voy a bailar a diferentes milongas siete veces por semana. Vengo acá solo para bailar tango, como ves. Y en las milongas hay gente de todas las edades. Gente joven, gente mayor, gente mucho mayor. Hay hombres y mujeres de setenta, ochenta y hasta noventa años que bailan tango. Es admirable.

—Sí. Es genial, ya lo sé. Quizás tenga que probarlo yo también, dijo Ángela sonriendo, mientras estacionaba el coche delante de la casa de la profesora de tango, en pleno barrio de San Telmo.

—Tienes que probarlo. No puede ser que como argentina no lo sepas bailar, dijo Rachel, entusiasmada. Como había pagado el viaje con tarjeta de crédito, ya no necesitaba pagar nada. Así que abrió la puerta del Citroen rojo, salió del coche, le sonrió ampliamente a Ángela y, después de cerrar la puerta, salió muy elegantemente, caminando como solo una bailarina puede caminar. Al menos eso le pareció a Ángela.

—Quizás haga un curso de tango, ¿por qué no?, pensó Ángela, apagó su teléfono móvil y emprendió el viaje de regreso a su casa, después de un día agotador y de un viaje inspirador con su clienta americana.

 

 

 

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